Bienvenidos a mi blog. La Narración oral es un vínculo que se establece entre el que cuenta y el que escucha.
viernes, 5 de diciembre de 2014
Secreto familiar (Continuación)
El cuerpo
de Juan era pequeño pero una fuerza descomunal le creció al ver la escena y
derribó de un trompazo a Genaro. Juan y Florinda escaparon en la bicicleta de
él.
Desde ese día no
se la vio más a la niña con la canasta de pan.
A ella siempre
le había gustado Juan y, a partir de esa hazaña, fue su héroe. Ya no tuvo ojos para nadie más. Todo
cambió, la risa estridente de Florinda se apagó. Pasó a ser una niña temerosa.
No se la vio más con sus amigas paseando por las calles del pueblo, solo las
recibía en su casa. La insistencia de sus padres para que saliera como antes no
logró nada. No quería alejarse de su hogar. Lloraba por cualquier cosa, volvía
apurada de la escuela a encerrarse en su habitación.
Pasaron los
años, Florinda se transformó en una jovencita. Aprendió costura y comenzó a
coser y bordar vestidos para niñas que eran muy solicitados por la gente del
pueblo.
Su familia estaba
preocupada por ese encierro y no encontraba la forma de rescatarla de él.
Muchas noches la joven se despertaba llorando atravesada por un mal sueño.
Fue entonces que
llegó la carta de Buenos Aires escrita por la tía Asunta invitándola a viajar a
Argentina, allí tendría casa y trabajo. Eso ocurrió hace cuarenta años…
Hacía cuarenta
años que había dejado la casa de San Lúcido, mantenía intacta en el recuerdo la
cara de su papá y sus palabras dándole fuerzas. Supo que cuando el barco zarpó
él regresó a la casa llorando y que, por un largo tiempo se lo vio triste.
Ella
también caminó un Buenos Aires desolado,
calles borrosas de angustia sólo sostenida por las cartas de su familia y de su
Juan, con promesas que iban y volvían, hasta que se espaciaron.
Nunca le
preguntó a la tía Carla acerca de Juan, por temor a que se confirmara lo que
ella presentía, tuvo la certeza por etapas. En una carta tía Carla narró el
casamiento de Juan, en otra el nacimiento de su primer hijo. Así, primero con
dolor y después con aceptación, la familia de Juan creció en San Lúcido, lejos
de ella.
Y ahora esta
carta “Tu papá no está bien, los
bronquios, sabés”y entre otras cosas una tarjeta invitación para el festejo
de los cien años de la escuela primaria.
¿Y por qué no?
Si, iría.
Despachó las
valijas y se sintió libre.
Alitalia
anuncia el arribo al Aeropuerto de Fiumicino de su vuelo”
En el hall la esperan la tía Carla y sus
primas con un cartel: “¡BIENVENIDA FLORINDA!”.
El pasaporte
tiembla en sus manos, con un pañuelo de papel seca las lágrimas. Respira
profundo. No quiere llorar. Se abrazan fuertemente las cuatro formando un
círculo, así están un rato mirándose y hablando todas a la vez.
- ¿Cómo está
papá?- pregunta Florinda.
- Pasó lo peor.
Desde ayer a la tarde está en casa. Te espera.
El viaje al
pueblo era largo, pero resultó corto. Al llegar Florinda se dio cuenta que
había recuperado su idioma. Las canzonettas que sonaban en la radio del auto la
llevaron años atrás, pero ya sin angustia. Se encontró hablando fluidamente su
dialecto.
Durante el
recorrido vio un San Lucido diferente, perdido su aspecto de pueblito,
recorrieron una calle que bordeaba el mar y en ese trayecto se maravilló con la
belleza y colores del lugar, enaltecido por un sol pleno.
La casa estaba
igual a las fotos que había recibido en estos años. Entró en la habitación que
tenía olor a remedio, las cortinas semicerradas atenuaban el resplandor de la mañana y se escuchaba el
sonido bajo de una radio encendida. Ese fue el marco para el reencuentro con su
papá. Lo vio envejecido, con una extrema palidez, se inclinó sobre la cama y se
estrecharon en un largo y silencioso abrazo. El padre lloraba, Florinda
también.
Luego, sentada
en la cama, tomados de la mano hablaron los ojos más que las palabras y recobró
la imagen de ese padre de muchos años atrás.
Esa noche le
costó dormir, estaba en su antigua habitación, en ella reconoció muchos objetos que la acompañaron
en su niñez. La cómoda con la carpeta tejida al crochet por su mamá, encima una
palangana con la jarra de porcelana, el cepillo con el mango de carey y dos
retratos con fotos de sus abuelos.
En la pared un
cuadro con la foto del casamiento de sus padres, un espejo con gran marco de
madera tallado.
El sillón de
gobelinos con unos almohadones bordados y apoyada en ellos la muñeca de
porcelana de su infancia.
Sobre el
respaldo de la cama el crucifijo y, enganchado en él, un ramito seco de olivo.
¿Sería el miso que ella colocó allí hace tantos años?
Apagó la luz, en
la oscuridad sonidos, pasos, silencios de la noche. El reloj de la sala tocó
las doce campanadas. ¡Cuántos recuerdos! Con la sensación plena de estar por
fin en su hogar el sueño se fue cruzando con las figuras desdibujadas del resto
de la familia que vería al día siguiente.
Luz de sol,
charlas y risas llegan de la cocina. Una canzonetta se escucha en la radio: …Vide o more cuante bello spira tanto sentimiento…
Un hermoso
despertar, ante su sorpresa encuentra a su padre sentado en la cabecera de la
mesa, la tía Carla y las primas esperándola para desayunar. Terminan de poner
sobre el mantel café caliente, leche fresca, panes, dulces caseros y manteca.
Es un desayuno
con charla, risas, el único que apenas come, permanece en silencio y con un
rostro feliz es su papá que la mira sonriendo.
- Él me dijo que
quería bajar a compartir la mesa – explicó la tía Carla.
Durante el día
se sucedieron las visitas que iban y venía, parientes, amigos, vecinos, todos
querían saludar a la viajera, darle la bienvenida.
A la tarde llegó
Juan con su familia, se emocionó al verlo, ambos en su madurez recobraron la
relación fraterna que los uniera en el pasado.
Al finalizar el día, en un momento de silencio
y descanso, ya sin visitas las mujeres se sentaron a preparar la lista de
compras para Navidad, faltaban sólo seis días, el tiempo justo para realizar
los preparativos.
La tía Carla
propuso bajar al sótano para ver las botellas de vino si eran suficientes. El
lugar era húmedo y oscuro, tal como lo recordaba, en un rincón pese a la escasa
luz pudo ver “esa” canasta. Carla observó sorprendida el temblor de Florinda,
que comenzó a sollozar. La abrazó intentando calmarla mientras le preguntaba: -
¿Qué pasa cara mía?
Sentadas una junto a la otra, en ese sótano
oscuro y con la vista fija en la canasta Florinda, entre sollozos le contó lo
ocurrido. Por primera vez pudieron hablar de mujer a mujer, encontró en la tía
Carla la comprensión que necesitaba por la angustia de guardar ese secreto
durante tanto tiempo.
La tía descubrió
con horror el padecimiento de esa pequeña, el viaje que la alejó de sus seres
queridos en un intento de poner distancia de lo ocurrido ese día. Esa canasta
que portaba de niña con pancitos calientes abrió la puerta de la historia
escondida.
Subieron
abrazadas, las botellas de vino y la canasta quedaron en la oscuridad.
Los días
siguientes fueron dedicados a los preparativos, compras, idas y venidas.
Siempre juntas, el pensamiento ocupado en realizar los festejos de una Navidad
especial.
El día 24
comenzó la Vigilia di Natale, con la gran cena o “cenone” que reunía a toda la familia, en la casa de Florinda.
Tal como la tradición lo indica se preparó la mesa con trece platos de
distintos gustos, antipasti, espaguetis con almejas, pescado, cerdo, cordero,
verduras. Fruta fresca. Vino casero y
spumante.
La mesa dulce
con panettone; unos deliciosos bocados borrachitos llamados turdidri,
empanaditas rellenas con pasas de uva, nueces, almendras, cascaritas de naranja
bañadas con miel. Higos secos rellenos con nueces.
Esa cena fue
para Florinda un remanso de paz, es verdad que los sabores acortan
distancias y traen recuerdos bellos y sensaciones olvidadas, saboreando un higo
relleno con nuez sintió la felicidad de antiguas navidades, joven, niña,
borrando malos recuerdos.
El brindis, la
música y el baile ahuyentaron la imagen de la canasta en un rincón del sótano.
Al día siguiente
visitaron familiares y amigos intercambiando regalos.
Así fue llegando
el año nuevo. La tía le comentó una vieja tradición que permanecía viva en la
región, una costumbre milenaria, en la víspera de la noche vieja los vecinos
arrojaban objetos que quería descartar por la ventana, simbolizaban situaciones
y problemas que habían sufrido, de esa manera las personas se liberan de todo
lo malo que les sucedió en el pasado.
- Es una forma de comenzar el año con esperanzas y
fuerzas – dijo Carla- creo que esta
Nochevieja debemos hacerlo.
Florinda
entendió el mensaje. Era un ritual, innecesario tal vez, pero con mucho significado en este momento de
su vida.
Asomada a la
ventana observó a los vecinos. Platos, botellas, sillas, volaban a la calle desierta, nadie transitaba, de una
casa a la otra surgían los comentarios y las exclamaciones.
Bajó al sótano
en silencio, la tía la quiso acompañar pero lo impidió, debía hacerlo sola. La
canasta de mimbre era liviana, su peso abrumador, subió la escalera despacio,
caminó decidida hasta la ventana y… voló
por el aire, flotando como una pluma y cayó en medio de restos de platos sobre
un florero hecho añicos y un paraguas partido en dos.
Apoyada en la
balaustrada la vio balancearse y caer de lado, destrozada con el mimbre viejo y
húmedo y los tientos que la sujetaban corroídos, el golpe al chocar contra las
piedras del pavimento la había destruido.
Entró en la
sala, música y risas presagiaban una noche diferente, feliz, rodeada por la familia, acercándose a ellos sonrió
también, por primera vez en muchos años esperaba la llegada del año nuevo con
ansiedad.
viernes, 21 de noviembre de 2014
Un cuento para el fin de semana
Te regalo un cuento para este fin de semana largo...
TOMILLO Y LAUREL
Él
estaba pasando unos días de reposo en un apartado rincón cordobés. Treinta años
de trabajo en una hilandería le habían “tejido” en sus pulmones una espesa capa
de lanas entrecruzadas.
- “En las sierras de Córdoba se va a curar” –
había dicho el médico- “la dificultad respiratoria va a desaparecer”.
Elisa
bajó del ómnibus con su mochila al hombro y la foto en la mano. Durante la
noche la había mirado más de una vez, al dorso su padre había escrito las
indicaciones para llegar al lugar. Esas letras casi ilegibles que ella amaba
leer, sólo porque eran de él, la guiaban hacia la casa.
El
micro llegó antes de hora. Le agradó saber que podía caminar sin apuro. Así lo
hizo. El perfume de tomillo y laurel la envolvió por el estrecho sendero de
piedras.
Se
tomó el tiempo para detenerse en cada grupo de árboles floridos. En el estrecho
río que bajaba de la sierra.
Tomillo
y laurel en un ramito que fue armando para su padre.
Faltaba
poco para llegar. El sol ardía en la piel. Sacó de la mochila un sombrero y se
cubrió. Bebió de un arroyo pequeño agua muy fresca, que luego pasó por su nuca,
su cara. Sintió placer. Subió la empinada cuesta hasta la calle que la
esperaba. La piel húmeda de bailarinas y brillantes gotas, espejo del sol del
mediodía, palpitaba al ritmo de su corazón.
¿Cómo
encontraría a su padre? Tenía miedo.
El
cartel de madera le permitió leer, entre letras desdibujadas “Calle de la
Peperina”. Ese era el lugar. Recurrió a la foto, la cuarta casa hacia la
izquierda tenía la marca de una cruz que su padre había dibujado. Por momentos
la brisa llegaba con el olorcito de la empanada gallega. Única. No había otra
igual.
“Querida hija, te voy a esperar con la
empanada…”
Era
una manera que tenía de demostrarle amor.
Esa
era la casa, la pequeña de jazmines del país a la entrada que vestían un arco
de madera perfumado de blancas miniaturas.
Guardó
la foto en la mochila.
Se
abrazaron fuerte, largo. Elisa supo que las letras desparejas de la última
carta de José se dejaban leer temblorosas de mentiras.
Serían
las tres de la tarde cuando, sentada frente a su padre ante una pequeña mesa de
tablones rústicos, cubierta por un mantel blanco e impecable, bajo la sombra de
un frondoso tilo, saboreó esa mezcla de ajíes, cebollas y caballa envuelta en
la masa casera, calentita todavía, y la clásica copa de moscato que enaltecía
su color con el brillo del sol que se filtraba entre las hojas.
Las
palabras hablaron de este tiempo y de todos los tiempos vividos. Rieron y
lloraron juntos con los recuerdos en los que se mezclaban sus ocho años, esa tarde, aquel burbujero que
él le había traído del centro, un cielo azul que esperaba las burbujas atravesadas de sol que estallaban
en el viaje hacia la altura. O aquel
otro día en que ella cumplía doce años y él le trajo el conjunto de gaiteros
que vinieron caminando por las calles de Ciudadela tocando jotas y muñeiras.
-¡Baila hija, baila! Decía él que había incorporado el sonido de su bombo a la
música del conjunto. Y ella bailaba, seguía el ritmo de la muñeira con el
cuerpo y las castañuelas que repiqueteaban alegres.
El
llanto surgió al recordar a Batuque, el perrito lanudo tan mimado que cruzó la
calle para recibirla cuando regresaba de la escuela y murió atropellado por un
auto. Fue la primera vez que ella presenciaba una muerte, nada más ni nada
menos que su adorado perro ruloso.
Emociones,
risas, ternura y luego, un espacio de silencio de palabras. Sólo el canto de
las chicharras, un jilguero que se oía a lo lejos y el sonido del arroyo
cercano, el agua saltando entre las piedras.
Después:
- ¿Querés tomar un tecito de peperina?
Sorbo
a sorbo. Otra vez frente a frente ante la disimulada alegría.
-
¿Querés ver la huerta?
Caminaron
hasta un rincón del terreno. En ese pequeño espacio se podían ver las largas
horas de trabajo que daban sentido a ese tiempo de espera.
Otra
vez frente a frente, ante la disimulada alegría.
Tomillo
y laurel, su papá no estaba mejorando.
Tomillo
y laurel, su papá estaba triste de lejanías.
-
Papá. ¿Querés venirte conmigo a Buenos Aires?
No
necesitó respuesta.
Tomillo
y laurel.
Al día siguiente tomaron el micro de las cinco de la tarde.
Al día siguiente tomaron el micro de las cinco de la tarde.
La
primera cura había comenzado.
Elisa Vázquez
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